El perdón se suele confundir con un signo de debilidad. “El que perdona es flojo, débil”, comentan algunos. Pero nada más lejos de esa afirmación. Entonces, comencemos por definir qué no es el perdón:
Cuando uno perdona, no tiene amnesia. El recuerdo de lo sucedido siempre va a estar presente; lo importante es qué nos despierta eso que sucedió y nos causó daño.
“Bueno, ya está, no fue nada”, expresan algunos frente a una ofensa. Cuando uno siente bronca y dolor por lo que le hicieron, no tiene que restarle importancia. Hay gente que bloquea el enojo, pero es fundamental conectar con esa emoción para no terminar explotando con el tiempo.
En al caso de una pareja violenta y abusiva, si la persona perdona, de ninguna manera debe permitir que el otro vuelva a lastimarla. No necesariamente siempre se produce una reconciliación en el vínculo, a pesar de que exista el perdón.
El perdón no es un acto que ejecutamos por el otro, para hacerlo sentir bien y eximirlo de su responsabilidad, sino que lo hacemos por nosotros mismos.
Perdonar es cancelar una deuda emocional.
Perdonar es renunciar al derecho de venganza porque, cuando nos lastiman, tenemos derecho al “ojo por ojo”; pero adoptar una actitud de revancha puede dejarnos ciegos.
Perdonar es desatarnos o liberarnos.
Perdonar es desalojar a un extraño de nuestra casa pues, cuando alguien nos hiere, se instala en nuestra mente y desde allí nos empieza a controlar. Por ende, ahora tenemos dos problemas:
De allí la importancia del perdón, hecho que trae muchísimos beneficios a nuestra vida a nivel físico y, sobre todo, nos permite caminar desatados de todo aquel que nos ha lastimado. No siempre resulta fácil, por supuesto; puede llevar mucho tiempo perdonar a alguien; pero es un acto que, más allá de que el otro se arrepienta o no por lo que hizo, llevamos a cabo en nombre de nuestro propio bienestar.