Nunca se casó ni tuvo hijos. Su única familia vivía en su provincia natal, que visitaba cada tanto. Juana María Páez vivía en la casa 33 de la manzana 33 del barrio Infanta de Las Heras. Sola pero no tanto porque la acompañaban un par de mascotas a las que atendía y cuidaba como hijos.
La enfermera Páez no se daba con todo el mundo. Bajo perfil. Reservada. Apenas un par de personas del barrio gozaban de su confianza. Especialmente una vecina, a la que confiaba las llaves de su casa cuando viajaba. No mucho más.
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Por eso, cuando el 3 de noviembre de 1999 a la mañana la vecina advirtió que la enfermera no había apagado la luz que daba a la calle, hubo preocupación. Marita no era de irse así, de pronto. Tampoco habría abandonado a sus gatos. Sin agua ni comida, tal como detectó a poco de ingresar a la casa.
Entonces, la Justicia recibió la primera señal de que algo andaba mal. Y comenzó una pesquisa por averiguación de paradero. Marcos Pereira era el juez a cargo.
Excavaciones en el patio y el plazo fijo en dólares
Se hizo lo típico: contactar a familiares y conocidos, pero nada. En el Lencinas dijeron que llevaba dos días sin presentarse a trabajar. Otra rareza: la enfermera nunca faltaba sin avisar a sus jefes.
La casa estaba ordenada como siempre. Ergo: no había existido robo; tampoco indicios de lucha. Entonces, el magistrado dio la orden de excavar el patio y el jardín.
Los bomberos se retiraron varias horas después palas en mano y el gesto de resultado negativo en el rostro.
A esa altura, los policías de Investigaciones rastreaban las cuentas de Páez. En el Banco de Previsión Social seguía intacto en depósito en plazo fijo de 31.332,35 dólares que había cobrado años antes. Un accidente laboral. La indemnización en dinero por una camilla que se cerró de golpe, como una tijera, y le afectó gravemente dos dedos de una mano.
La cuenta sueldo había tenido actividad poco después de la desaparición. Primera pista a seguir: las videofilmaciones del cajero automático.
Quedaban otras dos puntas: las tarjetas de Provencred y de la tienda C&A, que funcionaba en San Martín y Las Heras de Ciudad.
Días después, se supo que alguien había comprado ropa con el plástico de Juana María Páez cuando la mujer ya estaba desaparecida.
La pista de la ropa condujo a otra persona, de apellido Puebla, que tenía tratos con la enfermera y que revendía prendas en varios lugares, como el Hospital Lencinas.
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La grabación del cajero mostró de frente, aunque con imágenes de baja calidad, a una mujer rubia extrayendo dinero de la caja de ahorro de la enfermera desaparecida.
¿Quién era esa mujer? La Policía lo supo tras una pesquisa en el Lencinas y en el Infanta. Era Noemí Gladys Puebla, que revendía ropa y trataba con la enfermera.
Dos chicos del barrio ayudaron a coronar la investigación: habían visto a Puebla conversando con la enfermera en Las Heras horas antes de la desaparición. Manejaba un Chevette verde olivo
La detuvieron en su casa de Ciudad, camino de la Cuarta Sección. Al mismo tiempo cayó Miguel Gómez Valenzuela, su pareja, que vivía en el piedemonte.
El hombre dio dos versiones distintas que igualmente complicaban a Puebla.
1) Que llegó a su casa con la enfermera muerta en el auto.
2) Que la ahorcó delante suyo.
Gómez Valenzuela dijo que Puebla la obligó a quemar el cadáver, que quedó reducido a cenizas que enterró en bolsas de supermercado en la inmensidad del piedemonte.
Hubo excavaciones con maquinarias viales y el juez Daniel Carniello encabezó las diligencias judiciales con la secretaria Viviana Morici.
Puebla y Gómez Valenzuela fueron juzgados.
En 2003 y 2004 se desarrollaron dos juicios orales y públicos. La Quinta Cámara del Crimen condenó a Puebla y ordenó la libertad de su novio.
En la Sexta Cámara se despejó un tecnicismo y se confirmó que Puebla era la asesina. Culpable del delito de homicidio simple en concurso real con estafas.
En 2018 accedió a la libertad condicional. Cumplió la pena impuesta por la Justicia.